Fuente:El País
Acapulco amaneció este viernes con el aspecto de una ciudad fantasma. Los ciudadanos se habían resguardado en casa ante la previsión de incidentes en la que es considerada una de las ciudades más violentas del mundo. Los comerciantes sellaron las ventanas de sus negocios con maderos. Las playas lucían vacías. El silencio que envolvía uno de los emblemas turísticos de México lo rompió a mediodía una marea humana que exigió esclarecer la desaparición de 43 estudiantes mexicanos de los que no se sabe nada desde hace tres semanas. El caso tiene en vilo a todo el país.
Esta ha sido por ahora la mayor demostración de fuerza y hartazgo de los ciudadanos desde que ocurrieran los hechos en Iguala, una ciudad del estado de Guerrero, en el sur. Los alumnos de magisterio de la Escuela de Ayotzinapa se enfrentaron con la policía municipal de Iguala, una ciudad controlada por un cartel local, y en la refriega murieron seis de ellos. Los alumnos que terminaron detenidos por los agentes, según la investigación, fueron entregados al crimen organizado. Desde entonces no se ha vuelto a saber nada de ellos.
La marcha de Acapulco la encabezaron los padres de los alumnos desaparecidos. “Venimos a que nos los devuelvan. Ahorita. Quiero que se venga conmigo a casa esta misma tarde”, decía el padre de José Manuel González, uno de los 43 muchachos. Los normalistas, como se conoce a estos estudiantes de magisterio que proceden de familias pobres y cuyo futuro laboral es dar clase en las escuelas más remotas de las montañas, volvieron a dejar claro que están dispuestos a todo en caso de que se estanque la investigación. “Les daremos en su madre al Gobierno”, corearon.
Es la mayor demostración de fuerza ciudadana desde el secuestro de los muchachos el 26 de septiembre
La manifestación fue convocada por el sindicato de profesores y organizaciones campesinas de los alrededores. Se sumaron ciudadanos de a pie hastiados de la situación de seguridad de un país que parecía encaminado a discutir en los próximos años sobre las reformas estructurales que proponía el Gobierno, pero que ha visto cómo por el retrovisor se acercaba el fantasma de la violencia. “Este tema ha rebasado al Gobierno. Trascendió nuestras fronteras. Que las autoridades den resultados o se disuelvan. No podemos seguir así”, decía un dirigente sindical del Estado de Oaxaca. Los manifestantes pedían a los vecinos que se asomaban por las ventanas que se unieran a la protesta. “Si no me doliera la rodilla, ahí iba”, decía doña Dolores, una acapulqueña que veía a la multitud a través de los cristales de un restaurante.
La marcha se produce en un momento de inestabilidad política en Guerrero. El puesto del gobernador Ángel Aguirre, incapaz de afrontar un caso de este tamaño, pende un hilo. Uno de sus hombres de mayor confianza dimitió ayer tras conocerse que él fue la persona que recomendó para su cargo al alcalde de Iguala, el principal sospechoso del rapto de los estudiantes por sus nexos con el crimen organizado. El Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto tampoco ha ofrecido resultados por el momento. La policía y los militares han encontrado fosas con cuerpos calcinados en los cerros que rodean Iguala, pero los primeros resultados forenses indican que no pertenecen a los estudiantes.
No había mejor escenario para una marcha de este tipo que Acapulco. El que fuera una destino turístico de primer nivel mundial en los años ochenta y noventa se fue poco a poco deteriorando por la violencia y el avance de los grupos criminales en la región. La calidad de sus playas y la buena oferta hotelera que ofrece este enclave del Pacífico mexicano no fue suficiente para contrarrestar el avance de los señores de la droga. Acapulco se vació. Ahora poco a poco, con algunas iniciativas empresariales, intenta recobrar el brillo de antaño. Sofía, una vecina, sostenía una pancarta: “A nosotros también nos afecta el crimen organizado”. ¿Cómo? “Hace como un mes estaba con mi carro en un semáforo cuando tres tipos armados me abrieron la puerta y me sacaron. Justo detrás había una patrulla de policía. Me acerqué para pedirles ayuda. ¿Sabe lo que me dijeron esos pendejos? Esta no es nuestra zona, no podemos hacer nada. Así nomás”.
“Venimos a que nos los devuelvan ahorita”, dice el padre de un alumno
Los campesinos de la zona están organizando una especie de Gobierno paralelo ante la falta de respuestas de las autoridades. A un lado del Ayuntamiento de Iguala, vacío de poder por la ausencia del alcalde que se fugó tras la masiva desaparición de estudiantes, los comuneros han improvisado una oficina con una mesa y unas sillas de plástico, unos ordenadores y una impresora. Desde aquí la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) coordina las movilizaciones ciudadanas: retenes en carretera, desarme de policías municipales sospechosos de tener vínculos con el narco y la búsqueda en el monte de los estudiantes. Esta última es la tarea para la que hay encomendados más efectivos. Armados con machetes, picos y palas, cada mañana dos docenas de hombres en camioneta recorren los cerros que rodean a la ciudad siguiendo las pistas que les proporcionan los lugareños. Por el camino han encontrado más de 10 fosas clandestinas con restos óseos que dan una idea de que bajo la tierra de Iguala se esconde un gran cementerio al que han ido a parar muchas víctimas anónimas del crimen organizado.