¿Por qué el mexicano siente más temor que aprecio por la ley y la justicia? ;Aquiles Córdova Morán

 

Son oficiales los números que sustentan la proposición de que uno de los factores que explican (y abonan eficazmente) la impunidad en nuestro país, es la falta de confianza y, por consiguiente, de denuncia de las víctimas de un delito ante las instancias encargadas de impartir justicia, las llamadas “cifras negras” que son particularmente grandes en los delitos calificados como de “alto impacto”, tales como el asesinato, el secuestro, la extorsión, el robo y el asalto en todas sus formas. De aquí la necesidad y la importancia de formular y contestar seriamente la obligada pregunta que de tal situación se desprende: ¿por qué el mexicano no recurre a los tribunales en busca de justicia y de protección cuando sufre en carne propia uno de estos devastadores delitos?

Evidentemente estamos ante un problema multicausal, complejo, que no debe, por lo mismo, simplificarse a grado tal que la respuesta resulte parcialmente falsa, incompleta, o, lo que es peor, inútil y hasta perjudicial. Con todo, pienso que por grande que sea el número y dispar la variedad de las causas inmediatas y visibles del fenómeno, pueden reducirse a un denominador común, a una sola y misma causa profunda, invisible o difícil de percibir para una mirada superficial. Me refiero a los vicios que ostentan la legislación mexicana y el aparato encargado de su aplicación, incluyendo al Estado completo por ser el marco en que opera la estructura de los poderes legislativo y judicial.

En efecto, se sabe bien que nuestra legislación está plagada de delitos mal e insuficientemente definidos y tipificados, de manera tan vaga, tan poco rigurosa y precisa tanto en su lógica interna cuanto en el lenguaje jurídico en que están formulados, que dejan un amplísimo margen a la “interpretación” de quien los aplica; es decir, que la correcta y justa sanción del delincuente depende más del criterio del juez que de la letra y el espíritu del mandato legal. Estas mismas vaguedad e imprecisión son las que abren espacio a los rábulas que hacen de las sutilezas lógicas y de la polisemia de los términos jurídicos su arma predilecta, y más eficaz, para burlar el espíritu de la ley y hacer que el juez acabe condenando a los inocentes y liberando a quienes tienen suficiente dinero y poder para pagar los servicios de un experto en torcer la vara de la justicia. Modelo clásico de esta legislación ambigua y apta por excelencia para prefabricar culpables, principalmente por razones políticas, es el famoso delito de “disolución social” de ingrata memoria, que por años sirvió como garrote para combatir a los “enemigos del sistema” y que, por eso, terminó siendo una de las causas que precipitaron al país en el grave conflicto estudiantil-popular del año de 1968.

Esto con relación a las leyes. Por lo que respecta al aparato encargado de aplicarlas, destaca como uno de sus vicios (o debilidades)

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