Fuente: Wall Street Journal
Por Ana Campoy
WACO, Texas—Durante meses, Lori Baker ha estado examinando los restos de 171 seres humanos en su laboratorio de la Universidad de Baylor, con la esperanza de descubrir quién es cada uno.
Hasta ahora, la antropóloga forense ha identificado solamente a tres.
Baker, de 44 años, forma parte de un grupo de científicos voluntarios y activistas a favor de los derechos de los inmigrantes que están ayudando a las autoridades del condado de Brooks a identificar a decenas de personas que mueren cada año en los matorrales del sur de Texas al intentar cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
Es una tarea difícil para Baker, profesora adjunta de antropología en Baylor que dedica sus horas libres al proyecto. El único material con el que cuenta para la investigación son restos incompletos: a menudo huesos carcomidos por coyotes y gatos monteses.
Incluso después de extraer el ADN de los cuerpos, Baker espera que los familiares de los fallecidos, que probablemente viven a cientos de kilómetros en México o Centroamérica, los reporten como desaparecidos o envíen muestras de su ADN para que ella pueda comparar. Pero a menudo, esto no sucede.
“En ocasiones es deprimente y agobiante”, apuntó Baker, que ha estado haciendo este trabajo desde principios de la década de 2000.
En años recientes, el sur de Texas ha surgido como uno de los puntos de cruce más activos y letales para los inmigrantes. Desde octubre de 2013 al pasado agosto, más de 100 personas fueron halladas muertas en el Valle del Río Grande, una cifra menor a las 149 personas registradas durante el mismo periodo del año anterior, pero aun así el mayor número a lo largo de la frontera del suroeste estadounidense.
La mayoría murió en el condado de Brooks, unos 130 kilómetros al norte de México, que es parte de una ruta muy utilizada por inmigrantes que intentan evadir el control fronterizo en la autopista.
Hasta hace poco, la mayoría de los restos encontrados en el condado, uno de los más pobres de Texas, estaba enterrada en tumbas sin marcar. Ahora, gracias a un subsidio del estado de US$150.000, las autoridades de Brooks están enviando cuerpos al condado cercano de Webb para que sean analizados debido a que no cuenta con un médico forense propio.
Baker ha asumido la desagradable tarea de identificar aquellos restos que han estado enterrados. En junio, la investigadora y un grupo de estudiantes y antropólogos de Baylor y la Universidad de Indianápolis desenterraron 54 cadáveres de un cementerio en Falfurrias, ciudad ubicada en el condado de Brooks, en donde las autoridades locales los habían enterrado. En 2013, extrajeron otros 70 restos del mismo cementerio.
Los trabajadores, todos voluntarios, han gastado alrededor de US$75.000 de su propio dinero en transporte, alojamiento y equipos para realizar las exhumaciones. “No tengo palabras para expresar lo agradecido que este departamento está” con los voluntarios, anotó Benny Martínez, el ayudante principal del sheriff del condado de Brooks.
Eddie Canales, un organizador en el Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas, una organización sin fines de lucro con sede en Falfurrias, a menudo se comunica con familias que sospechan que un ser querido murió en la zona mientras intentaba cruzar a EE.UU. Canales actúa como investigador y traductor, ayudándoles a determinar el lugar aproximado en que sus familiares desaparecieron.
En su laboratorio en Baylor, Baker está haciendo su parte para ayudar. Durante una tarde reciente, un esqueleto casi completo, algo inusual, se encontraba extendido sobre una mesa de acero inoxidable. A su lado había una bolsa de plástico grande con una tira gruesa de cabello castaño oscuro y un paquete de aluminio con dos pastillas Dolac, una medicina para el dolor.
Desafortunadamente, dijo, no tiene prendas de vestir para comparar con la ropa que ha sido reportada de personas que han desaparecido en la travesía.
Usando guantes de látex, Baker levantó con delicadeza un cráneo de un cojín en donde yacía para evitar ser dañado.
Los rasgos del cráneo, característicos de personas de ascendencia indígena, europea y africana, sugerían que el individuo provenía de América Latina. La porosidad de los huesos del fémur reflejaba malnutrición. Era probablemente una mujer, conjeturó Baker, dado el amplio ángulo en un punto en la cadera.
Más tarde extraería una tajada fina del hueso para obtener el ADN y estudiar la concentración de los distintos elementos en el mismo, una indicación potencial del lugar en que vivió la persona. Incluso después del detallado análisis, las probabilidades de que Baker identifique los restos son pequeñas.
La investigadora ingresa sus hallazgos en una base de datos, el Sistema Nacional de Personas Desaparecidas y No Identificadas (National Missing and Unidentified Persons System), que compara a los restos con personas reportadas desaparecidas. Sin embargo, es difícil identificar a los individuos ya que sus familiares en América Latina no pueden realizar de manera fácil un reporte de personas desaparecidas en EE.UU., ni siquiera electrónicamente.
Baker negoció un acuerdo para comparar el contenido de su base de datos, financiada por el Instituto Nacional de Justicia, con las listas compiladas por las autoridades mexicanas de inmigrantes que habrían desaparecido cerca de la frontera, un cambio que ella piensa podría mejorar enormemente el nivel de identificación.
Mientras tanto, Baker y sus estudiantes están verificando un pequeño conjunto de muestras de ADN reunidas por grupos de defensa de los inmigrantes.
Audrey Murchland, una estudiante universitaria de antropología que ha estado ayudando a Baker a desenterrar y procesar los cadáveres, anotó que a veces se toma descansos para llorar. Pero dice que sigue adelante porque darles la información final a las familias vale la pena.
“Significa mucho para la gente recuperar a sus seres queridos”, expresó.